María Calzón, una mujer con muchos pantalones

María Calzón, una mujer con muchos pantalones

 

Por Farhad Mazinaní Palencia

Justo después de vender las últimas dos bolas de queso, en el muelle de San Bernardo del Viento, se quedó mirando fijamente el barco mercante que había surcado el mar.

Estaba aún absorta en sus pensamientos, cuando vio descender a un marino. Nunca había visto uno, pensó, pero con apenas diez años de edad jamás imaginó que ese marcaría el capítulo más odiado de su vida.

El hombre caminó raudo hacia el puerto, la miró de soslayo y ella sonrió. Aprovechó entonces su ingenuidad y le preguntó si le gustaría conocerlo por dentro. No lo dudó un instante. Entró con la mayor ilusión de su vida y salió con esa misma vida hecha trizas. Ese día fue violada.

Sentada en un taburete, que recuesta siempre en la pared, y con un viejo bastón que reposa entre sus piernas, como si también le pesaran los años, se encuentra María Encarnación Miranda Montaño, quien nació un 30 de noviembre de 1940 en El Chiquí, una vereda de San Bernardo del Viento, Córdoba.

La primera en usar pantalones

Ha vivido casi toda su vida en Lorica y su fama como vendedora de loterías y de dulce es tan grande que su imagen está impresa en el interior de la Casa de la Cultura, al lado de otros personajes representativos.

Es conocida popularmente como “María Calzón” y como si faltara algún registro histórico para ella, puede darse el lujo de decir que fue la primera mujer en la década de los 60 en usar pantalón, de ahí su particular apodo.
Solo bastó con nacer para convertirse en un problema en su hogar. La premura económica de sus padres fue la mejor excusa para entregarla a una tía que le había prometido ayudarla para que se convirtiera en una mujer letrada.

La realidad fue otra. El tiempo fue distorsionando las intenciones reales de su tía, quien la terminó convirtiendo en una empleada doméstica. Jamás supo lo que era pisar una escuela.
Pese a todas las adversidades, a María le gustaba trabajar duro y desempeñar papeles que requirieran fuerza.

Sembraba arroz o maíz, araba la tierra y además de eso, salía a vender en el muelle, todo el día bajo el sol.
Un día cualquiera, cuando apenas acababa de cumplir sus 16 años, decidió marcharse a Lorica. No sabía de qué iba a vivir, pero estaba anhelando su independencia y su libertad.

Consiguió un puesto en un granero. Allí le tocaba organizar los productos en bodega. Justo haciendo ese trabajo conoció a una mujer vallenata, quien al igual que su tía, le prometió un mejor futuro. Sin pensarlo dos veces, partió a buscar sus sueños en el negocio de su nueva protectora. Esta vez, el destino nuevamente le jugaba una mala pasada y cuando llegó a su nuevo trabajo se dio cuenta que ya no podía arrepentirse, estaba en un burdel.

Al principio su trabajo era limpiar y organizar las habitaciones que se iban a poner a disposición de los clientes, pero no estaba feliz con las ganancias. Veía como las prostitutas del lugar, vendían sus favores sexuales por diez billetes más de los que ella ganaba en un mes. Apenas cumplió los 18 años inició una pequeña etapa como prostituta para poder ahorrar y regresar a Lorica en cualquier momento.

Así fue. Después de algunos meses trabajando con su cuerpo, emprendió su viaje de regreso. Mientras miraba por la ventanilla del bus, recordaba cada instante de lo ocurrido en aquel barco y lamentaba su destino.
Llegó dispuesta a cambiar de vida. Empezó entonces a trabajar como empleada doméstica y tuvo la fortuna de encontrarlo rápidamente. La primera casa en la que tocó las puertas fue la de la familia Jattin, dirigentes políticos, de ancestros turcos.

Su gran amor

Parecía que la vida le sonreía por primera vez. Trabajaba y en sus ratos libres iba al estadio de béisbol 3 de Mayo. Fue justo allí donde conoció al jugador Cilio Abel Racero, quien era figura en el equipo loriquero y con quien posteriormente inició una relación amorosa que dejaría frutos.

Un 25 de septiembre de 1968 nació su primera y única hija: Fulgencia María Racero Miranda. Ella y Cilio se habían convertido en su motor de vida, pero el destino nuevamente le jugó una mala pasada.
Cilio, a pesar de ser un deportista y atleta, sufría de taquicardia y una mañana, mientras se bañaba en un caño, su corazón se aceleró de tal manera que no pudo salir de esas aguas. El único y verdadero amor de su vida murió ahogado.

A estas alturas ya era una mujer lo suficientemente fuerte como para soportar la partida del hombre que amaba y tomar las riendas del futuro de su hija. Los siguientes meses fueron los peores para ella, su pequeña Fulgencia estaba muy mal de salud, e incluso con casi dos años de edad aún no podía caminar.
Tenía tan mal aspecto que un día, mientras llevaba a su hija en la espalda caminando por la Avenida Centenario de Lorica, una señora se le acercó con sutileza y le dijo, sin tacto alguno, que lo mejor que podía hacer era dejar morir a la niña para que no sufriera más.

Aquella tarde la marcó nuevamente. El reto que tenía como madre era salvarla y fue entonces cuando buscó ayuda con una cuñada, hermana de Cilio, quien se comprometió a pagarle la educación. No tuvo más camino que aceptar, aunque esta vez, a diferencia de lo que le pasó con la tía de ella, su hija si recibió el mejor trato. Al poco tiempo ya podía caminar.

¡Ahí va María Calzón!

Como si fueran pocos los problemas en su vida, ahora tenía que lidiar con uno más. La gente comenzaba a molestarla por su forma de vestir, ya que las mujeres en ese tiempo solían llevar faldas, pero ella solo se ponía pantalones. Cada vez que la veían a lo lejos le gritaban: ¡Ahí va María Calzón! Eso le molestaba de una manera sobrenatural, especialmente porque algunos llegaron a pensar que ella estaba loca.

Ya no tiene la misma vitalidad de años atrás. Además del peso de los 76 años, debe soportar los estragos de una artrosis degenerativa, enfermedad que está acabando con ella y con sus articulaciones.

Escasamente sale de su casa cada dos meses a buscar el subsidio que le da el Gobierno por ser de la tercera edad, pero eso sí, desde su puerta, conversa diariamente con sus vecinos y rememora historias de antaño.
Tal vez tanto caminar, tanto mojarse, tanto asolearse, tanto hacer trabajos pesados y tanto sufrir por un destino cruel e incierto, forjaron la templanza de María Calzón, una mujer con muchos pantalones.

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