Elvira Piña, la sonrisa sin tiempo

Elvira Piña, la sonrisa sin tiempo

Por Eylen Jalilíe

—Canta para mí —decía la dulce voz— haz conciertos para mí.
Primero de septiembre del año 1998. Elvira Piña despertaba a las 4:00 de la mañana sudando frío y con la piel erizada. Acababa de tener un sueño que no era más que el preludio a la metamorfosis: había soñado que una voz, la voz de Dios, la llamaba para que le cantara. No lo pensó mucho y se durmió nuevamente, imaginando que eran trucos de su mente.
Unas horas más tarde, y a punto de olvidar el evento, recibió la llamada de un sacerdote de Sincelejo, quien le solicitaba que cantara en una celebración católica.
—Padre, usted está equivocado.
—¿No hablo con Elvirita Piña?
—Sí, pero yo no acostumbro a cantar música religiosa.
—Yo sé, Elvira, pero estoy cumpliendo órdenes. Hoy a las 4:00 de la mañana Dios me dijo que te invitara a cantar.
La mujer sintió un escalofrío, aceptó y hoy, casi 18 años después, sigue aceptando. Espera en una banca a que la llamen para alzar su voz con gusto, pero mientras anuncian loablemente su entrada, cubre con timidez su cara, hasta que salta al escenario una figura pequeña, pero robusta que bañada en vigor y fuerza toma el micrófono y deja ver, antes de su conjunto colorido o cabello corto, una gran sonrisa de esas que enmarcan el rostro, más aún que el pequeño lunar en la entrada de la ceja o sus gafas redondas.
Si de ver se tratara, Elvira Piña sería simplemente una mujer morena, de pie en un púlpito y con una Biblia en la mano, pero ella abrió sus labios coloreados y se convirtió en una voz, que cálida y melodiosa, llena de brío el recinto al hablar de quien ella llama “el amor de su vida”.
—La gente me dice que me brillan los ojitos cual niña enamorada cuando predico, bendito sea Dios, y yo lo des digo: ¡Pero si es que estoy enamorada!
Y así como habla, canta. Recita cada palabra con amor y pasión contagiosa, armonizando tono a tono la corpulencia de su timbre con un dejo de tersura y escuchándose así, sin tantas pompas y suntuosidades, un sonido suave y delicado, pero firme y consistente que nació para ser escuchado por el mundo hace 65 años, en San Marcos, Sucre.
La niña Elvira nació en una casa musical. Tiene como madre a una bailarina de fandango y como padre adoptivo a un tío que cantaba y tocaba varios instrumentos musicales.
—Mi nombre es Elvira Zuleta Piña, pero mi padre es mi tío. Tengo vena musical por los Zuleta y por los Piña.
A los siete años, era la única niña que integraba el coro de la iglesia de su colegio. Al terminar la misa corría llorando a donde el sacerdote para que no la hiciera cantar nuevamente entre tantos hombres grandes y fornidos.
—Es que tú eres entonada y los guías —decía el padre.
—Pero no me gusta —espetaba la niña.
El capellán la llevaba a una habitación donde había una caja de madera y sacaba bolsas de Bienestarina y leche Klim.
—Si no cantas no hay más de esto —dijo señalando los empaques.
La pequeña Elvira amaba las coladas y la leche en polvo y solo cantaba con ese incentivo, hasta que poco a poco fue encontrando amor propio en hacerlo. Ahora disfruta alzar su voz con brotes de fe en cada canción, llena de energía y demás recursos, porque aprendió a comunicarse no únicamente a través de la música, sino de la predicación y evangelización.
Antes de llegar a la tarima en la que está ahora, la cálida y afectuosa mujer se casó, tuvo tres hijos, enviudó y formó una orquesta. Mas entre lapsos sonrió, sufrió, cantó, disfrutó y se cansó, pero sobre todo, amó.
—Enviudé hace 32 años e inmediatamente formé una orquesta con mis dos hermanos y empecé a viajar por toda Colombia cantando de todo: porros, boleros, vallenatos, rancheras…
Sus ademanes y gestos al cantar penetran en la piel de sus espectadores. Indiferentemente de la música que interprete, Elvira Piña tiene el don de conmover porque no solo canta con una voz, sino con un cuerpo que derrama su esencia en los sentidos de un público maravillado.
—Yo siento que a mi edad estoy viviendo la plenitud de mis años. Bendito sea Dios, antes de cambiar mi camino, cantaba dos horas y me cansaba, pero ahora puedo cantar ocho y quiero seguir y seguir haciéndolo.
La artista sanmarquera que habla sonriendo y con muletillas religiosas, ha conocido aproximadamente dos mil lugares de Colombia desde la Guajira al Vaupés y ha salido del país 17 veces. Se mueve por el solo deseo de transmitir el mensaje del amor, deseo que la lleva a caminos de trochas y zonas escondidas donde ha sido interceptada por grupos armados ilegales.
—¿Qué hace por acá? —pregunta un uniformado.
—Yo soy Elvirita Piña y vengo a cantar y a predicar.
—¿Qué lleva ahí?
—Traigo sonrisas, un Dios amoroso y una Biblia.
—¿Biblia? Eso más bien es un arma, ¡Siga!
Esta mujer, que duerme con los labios pintados, nunca ha recibido amenazas o atentados. Siente seguridad y felicidad en Planeta Rica, Córdoba, su hogar desde hace 40 años, y cuando no está cantando, está haciendo oficios de madre y abuela, visitando amigos o predicando en algún lugar.
Pasa más tiempo viajando que en casa, esta vez con más entusiasmo y vehemencia que antes de renacer, cuando era la morenita bajita y contenta de la orquesta de los hermanos Piña. Ahora es la misma mujer, solo que más consciente de un Dios que la ama y que la creó para ser feliz y sonreír, sin límites, ni tiempos: desde siempre y para siempre.

Deja una respuesta