El zorro de don Juan

El zorro de don Juan

Por Hamilton  Negrete Ortega.

Luis se asomó inmediatamente al patio frontal a causa del estruendo de la puerta que se abría de golpe a eso de las seis de la mañana. Un hombre blanco de casi dos metros de alto se divisó entre los nacientes rayos del alba. Se trataba del viejo Juan Dereix, un hacendado de unos 70 años con la voluntad de un hombre de 30,  que tenía vastas extensiones de tierra en el Alto y Bajo Sinú y recién llegaba a Montería  proveniente de una de sus haciendas.

La casa estaba ubicada en la calle 29 a la entrada de la ciudad, era una modesta vivienda de material con techo de palma y un amplio patio, rodeado de árboles de níspero, guayaba y naranja que daban fruta y sombra a la propiedad.

El viejo venía a bordo de una antigua camioneta roja acompañado de su hijo Jorge, que había dormido todo el viaje, aún no recobraba conciencia.

Por aquel entonces San Jerónimo de Montería era un inmenso campo de potreros y fincas de acaudalados ganaderos, salpicado de pequeñas casitas de palma a lo largo de la sabana.

El comercio comprendía toda la calle 29 desde el actual puente vehicular hasta las laderas del Sinú. En ambos costados de la calle se atiborraban pequeños y pintorescos cacharros que vendían toda clase de artículos, prendas de vestir y sombreros a la sombra de inmensos robles y mangales. Decenas de hombres y mujeres ataviados con trajes blancos y de colores cremosos se paseaban por el lugar para adquirir lo que les fuera menester.

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El sol era el mismo, pero según los viejos quemaba menos, y los niños corrían vertiginosos de un extremo a otro de la calle golpeando con sus pequeñas cabezas los cinturones de cuero que colgaban en las terrazas de los mercaderes.

—Suéltame el zorro del carro hazme el favor—gritó el viejo mientras  bajaba del vehículo dirigiéndose hacia Luis, con pasos entorpecidos por la cojera. Luis observó que su defecto motriz siempre hacía que la bragueta del pantalón quedara ubicada a un costado de su cintura y no en el centro.

—Oh don Juan, aquí no hay zorro —contestó.

— ¿No está el zorro ahí? —volteó enérgicamente para comprobar que, efectivamente, la carga había desaparecido.

—¡No está el zorro!

Dereix caminó hasta donde se encontraba aún dormido su hijo y dio tres golpes con la palma de la mano a la puerta.

—Jorge, ¿dónde está el zorro?

—Yo no sé papá —contestó soñoliento.

— ¡Nojoda Jorge estás jodido! vienes durmiendo como un pendejo.

Jorge bajó del carro y el anciano lo esperó con una bofetada en la mandíbula. El muchacho cayó inconsciente al suelo dando pequeñas zancadas con la pierna, como si padeciera un ataque de epilepsia.

—Lucho —señaló con la boca empuñada a Jorge —échale un balde de agua ahí a ese tipo —y enseguida se marchó.

Luis fue a la cocina y trajo varios baldes llenos. Fueron necesarias cinco cubetas para que el joven volviera en sí en medio del barro amarillento que había ocasionado la convulsión.

Entretanto, el viejo Dereix regresó en busca del zorro que traía centenares de plátanos en manos y algunos sueltos provenientes de su hacienda Costa de Oro, que se encontraba poco antes de llegar al municipio de Tierralta.

Tanto él como sus hijos tenían la irresponsable costumbre de arrancar los velocímetros a las camionetas para no saber a qué velocidad andaban, pues no era cosa que les preocupara.

En cuestión de minutos el vehículo devoró el pavimento. Cuando hubo llegado al kilómetro 12 en la vía que conduce a Planeta Rica, encontró el zorro volteado en medio de la carretera y los campesinos de la zona terminaban de empacar en sacos, bestias y sus propios hombros lo que restaba de los plátanos.

Sofocado por la escena, el viejo Juan desenfundó un par de pistolas negras automáticas que cargaba a cada lado de sus bolsillos e hizo incontables disparos al aire y al suelo. En ese instante se podía observar la horda de jóvenes que corrían despavoridos con las camisas y sacos de fique incrustados en los alambres de púas, las mujeres y ancianos gateaban a orillas de la carretera y se revolcaban hasta encontrar refugio lejos del tiroteo.

En el lugar no quedó más que el eco de las balas que maullaba en el pavimento insolado, y el zorro vacío..

Dereix acopló nuevamente el zorro a la camioneta y regresó a la casa riendo al recordar a los campesinos huyendo como animales. Al llegar a la casa, su hijo no estaba.

— ¿Y Jorge a dónde se fue? —le preguntó a Luis.

—Yo no sé, él salió para los lados del aeropuerto.

Una hora  más tarde Elvia Pérez, mujer del viejo Juan y madre de Jorge llamó por teléfono desde Medellín a preguntarle qué era lo que le había hecho a Jorge, que había llegado rabiando. Ah, y que por favor le mandara un bulto de plátanos buenos, que en la ciudad había escasez.

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