El ‘Richie Ray’ que endulza a los monterianos y baila salsa sin parar

El ‘Richie Ray’ que endulza a los monterianos y baila salsa sin parar

Por Yesid Gutiérrez

El sabor fluye desde la cintura hacia abajo. Los pies toman protagonismo y se mueven al ritmo del timbal, las trompetas y el piano, a gran velocidad, pero tiene que detenerse. La labor lo requiere y así sucede. Sus movimientos salseros ya le hicieron ganar un cliente más, mientras otros se detienen a observar el baile que sale del alma.

En el centro de Montería la algarabía y el bullicio son como la flor en todo jardín: infaltables. Las motos pitando, los perifoneadores entonando sus gritos más puros y duros, los transeúntes desesperados por llegar a su destino y los vendedores informales ofreciendo sus refrescantes productos. Ellos inundan el ambiente bajo un sol protagonista que reina sobre todas las costumbres e idiosincrasias caribeñas llenas de sabor y bembé de ciudades como Barranquilla, Cartagena y, por supuesto, Montería.

En el hirviente centro de la capital cordobesa, a merced del comercio formal e informal, en la calle 30, entre carrera segunda y tercera, se ubica el más colorido y despampanante de todos los vendedores ambulantes. No hace falta estar cerca para sentir el sabor que irradia en su mirada, su piel y sus venas con sus 63 años de vida.

“Richie Ray” o “El Cartagena”, son las dos referencias por las cuales se conoce a Julio César Ramos Morillo. Su apodo más conocido se le alude al pianista Ricardo Rey, su ídolo e ícono de toda la vida. Su segundo apodo se le acuña por su piel morena, sonrisa a flor de labios y “tumbao bacano”, que hacen pensar a más de uno que es proveniente de la Heroica, muy lejos del lugar en el que realmente dio sus primeros pasos: San Bernando del Viento, Córdoba.

Siempre se ha caracterizado por poner su sello propio a la calle 30, dispersando en su ambiente la mejor música y sonrisas espontáneas acompañadas de manjares predilectos de la región como rosquitas, diabolines, cocadas, bolitas de ajonjolí…

Selección cuidadosa
Antes del primer tinto, de cepillarse sus dientes, o de cualquier otra actividad matutina, Julio se concentra en seleccionar cuidadosamente los temas de salsa que llevará consigo para alegrar la rutina en su carreta llena de dulces y delicias cordobesas, acompañadas de un show inigualable que a cualquier transeúnte contagia con movimientos caribeños. Toda una sensación audiovisual, su mayor arma de marketing y publicidad.

“Tengo 63 años bailando salsa, los mismos de mi edad. Desde niño me encantaba la música movida. La escuchaba y me montaba en los brazos de mi mamá a acompañar”, dice con los ojos llenos de nostalgia y recuerdos.

La presentación no es solo de poner y reproducir. Ramos Morillo arma su propio espectáculo, baila con ágiles pasos acompasados como si estuviera en plena y vibrante rumba en el legendario bar “El manicero mayor” de Montería, y es que, en aquellas noches especiales se reúne con sus amigos para disfrutar de su templo salsero, tomarse sus buenos tragos y disparar ‘balas’ de pasos “arrebataos”, al son de las descargas de Tito Puente, o con éxitos de antaño como Timbalero del Gran Combo de Puerto Rico.

Con más de 42 años vendiendo dulces, se ha encargado de distraer la mirada de los que caminan desesperados, tratando de escapar del fuego solar que irradia gran parte del día sobre la “Perla del Sinú”. Su hogar se ubica en el barrio Camilo Torres, sector Mocarí. El transporte se le torna fácil para su quehacer diario y día a día deja su chaza en un parqueadero a la vuelta de su pista de baile.

“Esto que hago es como una liberación del estrés y las preocupaciones. Y lo hago escuchando salsa, bailándola e imitando el sonido del timbal”, menciona con un aire de satisfacción.

Con pinta salsera

Su baile no podía ser ajeno a su vestimenta que, característica de toda “pinta” salsera, está también adaptada a su agitado clima laboral: camisa multicolor o de rayas para variar, pantalón y zapatos blancos, complementados con un sombrero y una sonrisa despampanante, a pesar de su rostro arrugado y envejecido, nada comparable con su energía jovial, reflejada en sus pases rápidos y agotadores.

Los domingos los toma para descansar y escuchar una que otra melodía salsera, pero a bajo volumen, en la intimidad de su alcoba matrimonial con Graciela Bravo Solera, su compañera de altos y bajos, pero sobretodo, su compañera predilecta para el baile, un complemento que no podría faltar para todo artista.

“Los lunes arranco de nuevo, a esperar que llegue el viernes”, dice en medio de una carcajada y un pase “arrebatao”, pero el swing tiene que detenerlo cuando alguien va a comprar. El entretenimiento es importante, pero la labor aún más, esa es la que lo ha acompañado durante casi toda su vida. “Con lo que vendo aquí he levantado honestamente a mi familia. Llevo 25 años en este puesto”, dice orgulloso, refiriéndose a su arduo trabajo, un trabajo que existe para endulzar las calles de Montería con alegría y sabor.

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