El barbero de la Primera

Por Anyi Aguirre Mestra

 

El hombre de ojos claros, manos grandes y arrugas pronunciadas maneja con precisión la máquina eléctrica que comienza su recorrido, deslizándose de abajo hacia arriba, cortando todo el cabello que se atraviese por su paso.

Domingo Julián Colón Villalba, es el peluquero estrella de la Avenida Primera. Lleva más de medio siglo dedicado a esa labor. Desde el año 2005 forma parte especial del parque lineal más largo de Latinoamérica.

A sus 82 años aún sigue con la misma destreza para hacer los cortes tradicionales, por los que cobra cinco mil pesos. Jamás aprendió modernismos como las colas y figuras extrañas, pues considera que no son serios.

Siempre luce impecable. Lleva pantalones clásicos, camisas de tonos bajos y sus escasos cabellos de color gris cuidadosamente peinados hacia atrás.

Desde los 12 años aprendió a trabajar en las labores del campo, pero al ver que sus tíos y hermanos ejercían la labor de peluqueros decidió unirse a ellos. Cuando cumplió 22 se trasladó desde Chimá, su pueblo natal, hacia Montería para conseguir una mejor vida.

Luego de algunas semanas de vivir en la capital cordobesa, un sobrino se enfermó y le toco hacer las veces de enfermero en el hospital San Jerónimo de Montería. Cuando las monjas vieron su carisma le pidieron que se quedara trabajando allí de planta.

La solicitud lo sorprendió. Jamás había ido al colegio porque aprendió a leer y a escribir por su propia cuenta. Sin embargo, asumió el reto de ser enfermero, sin temor alguno.

Los días pasaron y se fue dando cuenta que ese trabajo no llenaba sus expectativas. Fue así como decidió empezar una barbería, junto con su hermano Agustín Manuel Villalba. El local estaba ubicado en la calle 36 con Primera. En aquel tiempo no existía la Ronda del Sinú, lo que había en esa parte era solo maleza, animales y agua.

En su juventud fue todo un donjuán. Tuvo 18 hijos con diferentes mujeres y eso lo hace reconocer que era un hombre irresponsable. En 1962 estuvo preso por andar con Armida, una menor de edad que era sobrina de un juez. Ese amor prohibido hizo que lo condenaran a dos años y medio de cárcel, pero allí se dedicó a motilar a todos los presos, condición que le rebajó la pena a menor tiempo.

Su adicción por el alcohol lo llevó a cometer todo tipo de errores. En el año de 1977 se fue a Venezuela, junto con un amigo, y a partir de ese momento viajó de un lugar a otro sin rumbo fijo. Cuando creyó que su destino final era El Bagre, Antioquia, fue desplazado por las autodefensas.

“Eran las ocho de la noche cuando unos manes con unas pistolas me cogieron y me llevaron a la orilla del río, pensé que me iban a matar”, recuerda Domingo, sin entender aún el motivo de la agresión, pues no tenía deudas con nadie.

En ese momento uno de los hombres recibió una llamada y lo llevaron a la oficina del jefe. Allí lo dejaron amarrado hasta las cinco de la mañana. Le pidieron 500 mil pesos a cambio de respetar su vida, pero solo tenía 95 mil pesos. Los maleantes recibieron el dinero y le dieron ocho minutos para que se fuera. Rápidamente se dirigió donde un amigo, le pidió prestados 40 mil, se tomó dos tragos de aguardiente y sin pensarlo dos veces se marchó.

Nunca más se ha ido de Montería. Vive en la casa de su hermana Dominga, “la mujer de su vida”. Es un hombre soltero, hace muchos años que no toma alcohol y lleva una vida rutinaria y sosegada.

Se levanta todas las mañanas a las seis en punto, se arregla, coge la mochila, donde lleva un talco marca Valnis, unas chuchillas de hojas, un pequeño espejo, cepillo para peinar, una navaja para afeitar y su máquina de color negro con blanco. Se va en su bicicleta roja hacia su lugar de trabajo que está ubicado en la 34 con Primera.

Ahí en ese lugar, su lugar, lo esperan dos sillas de peluquería y dos troncos, cortados en forma ovalada, que cumplen la labor de sillas alternas, en donde espera con ansias la llegada de los clientes que cada día son más escasos.

La edad ya le está pasando factura por todos esos años de descontrol con el alcohol. Aunque no sufre de ninguna enfermedad grave, se le olvidan algunas cosas, se le dificulta recordar los nombres de todos sus hijos y de sus 55 nietos. De su mente no se borran Clara María, Clara Inés, Elinda, Cristóbal, Leicer, Angie, Jimy, Ellis, Jorge y Eduardo, su hijo mayor, quien murió hace muchos años debido a problemas con las drogas.

En sus tiempos libres este chimalero se dedica a hablar y a jugar damas o dominó con sus viejos amigos, cuando le va bien en el trabajo se compra un pescado grande para comérselo con yuca, porque esa es su comida favorita.

Es un viejo cariñoso, amable, amigable, divertido y recochero. Dice que lleva la frente en alto, que no tiene tachas, ni reproches de lo que ha hecho en su vida. Se siente muy afortunado de poder trabajar y sostenerse por sí mismo porque no quiere ser una carga para ninguno de sus hijos.

Le pide a Dios que lo tenga en este mundo hasta que se le agoten las fuerzas para trabajar y que el día que no sea así se lo lleve para descansar en paz, junto a su madre y a su hijo.

Ya son casi las cinco de la tarde. Los rayos de luz se empiezan a ocultar, entonces Domingo sabe que es la hora de retornar a su hogar, donde lo espera su amada hermana y la cama que lo acogerá otra noche más, a la espera de que llegue rápido el otro día.

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