El 2 de julio de 1994, Colombia despertó con una noticia que estremeció al país y al mundo: Andrés Escobar, defensor de la Selección Colombia y símbolo del juego limpio, había sido asesinado en Medellín. Diez días antes, durante el Mundial de Estados Unidos, Escobar marcó un autogol en el partido contra el equipo anfitrión, lo que contribuyó a la eliminación del combinado nacional. Lo que parecía un error deportivo terminó convirtiéndose en una tragedia nacional, en un país donde el fútbol y la violencia se cruzaban peligrosamente.
Escobar, conocido como “el caballero del fútbol” por su elegancia dentro y fuera de la cancha, decidió regresar a Colombia pese a las advertencias de permanecer en el extranjero. La madrugada del 2 de julio, tras salir de una discoteca en Medellín, fue confrontado por los hermanos Pedro David y Juan Santiago Gallón Henao, vinculados al narcotráfico. En medio de los insultos, su escolta Humberto Muñoz Castro le disparó seis veces. Escobar murió minutos después en el hospital.
El crimen conmocionó al país. Más de 120.000 personas asistieron a su funeral, incluyendo al entonces presidente César Gaviria. La justicia condenó a Muñoz Castro a 43 años de prisión, aunque solo cumplió 11. Los hermanos Gallón, señalados como instigadores, recibieron penas mínimas y hoy están en libertad. La impunidad en torno al caso sigue siendo una herida abierta para el país y para el fútbol colombiano.
A 30 años de su muerte, Andrés Escobar sigue siendo un símbolo de dignidad en medio del caos. Su frase “la vida no termina aquí”, escrita días antes de su asesinato en una columna para El Tiempo, resuena como un eco de esperanza y resistencia. Su legado trasciende el deporte: es un recordatorio de los costos de la intolerancia y de la necesidad de proteger a quienes, como él, creyeron que el fútbol podía ser un puente hacia la paz.