Por estos días, Colombia no parece una república: parece un campo de batalla sin mando. Policías asesinados, disidencias rearmadas, narcotráfico desatado, instituciones desprestigiadas y una ciudadanía atrapada entre la impotencia y el miedo. Pero no nos equivoquemos: nada de esto es improvisado.
El reconocido constitucionalista Germán Calderón España advirtió en Semana Constitucionalista algo que suena a pesadilla, pero no es ciencia ficción: Gustavo Petro podría declarar la conmoción interior y, con el respaldo de una Corte Constitucional progresista, prorrogar su mandato dos años más. Lo que en cualquier democracia sería inaceptable, aquí podría disfrazarse de “necesidad institucional”.
¿Y cómo se justificaría ese golpe a la democracia? Fácil: con el mismo caos que el propio gobierno ha alimentado. Petro no resuelve, incendia. No gobierna, descompone. No pacifica, provoca. Todo lo que debería controlar lo ha dejado explotar. ¿Y quién se beneficia cuando el país arde? El que quiere reconstruirlo a su imagen y semejanza, sin reglas ni oposición.
La izquierda radical lo ha hecho antes: en Cuba, en Nicaragua, en Bolivia, en Venezuela. El libreto es idéntico. Se crea un ambiente irrespirable, se culpa al “enemigo interno”, se pone en jaque la institucionalidad, y finalmente se extiende el poder en nombre del “orden” y la “salvación nacional”. Petro sabe que su popularidad está por el piso, pero también sabe que un país colapsado es la excusa perfecta para quedarse sin pedir permiso.
Los asesinatos de policías no parecen escandalizarlo, las amenazas al Congreso no lo frenan, la quiebra institucional no lo inmuta. Cada tragedia es una ficha en su tablero de poder. Para él, cada muerto es una oportunidad; cada crisis, una escalera; cada protesta, un peldaño más hacia el autoritarismo.
No se trata de una teoría conspirativa. Se trata de leer los síntomas de un régimen que juega con fuego porque cree que puede apagarlo a su antojo… o gobernar sobre las cenizas.
Colombia está advertida. La democracia no se pierde de un día para otro. Se pudre lentamente, mientras el tirano sonríe. Y cuando el país se despierta, ya es tarde: el poder ya no se elige… se hereda.
Porque al final, como escribió Orwell, “el poder no es un medio, es un fin. Uno no establece una dictadura para salvaguardar una revolución; uno hace la revolución para establecer la dictadura”.