«Vi a mis tres hijos morir», pero nunca los dejé ir del corazón. Aunque el duelo me marcó para siempre, su memoria me enseñó a seguir adelante.»

La historia de Eveline Goubert es un testimonio de amor, pérdida y resiliencia. A lo largo de los años, enfrentó el dolor indescriptible de ver partir a sus tres hijos en diferentes circunstancias, aprendiendo a transformar la ausencia en gratitud. Su primer golpe llegó con Nicolás, su bebé prematuro que nunca logró conocer más allá de una fría sala de cuidados intensivos. Un duelo mal llevado, sin despedida ni ritual, que la dejó marcada para siempre.

A pesar de las sombras, encontró luz en Mateo, su segundo hijo, cuya llegada le devolvió la esperanza. Sin embargo, el camino hacia una familia numerosa estuvo lleno de obstáculos: embarazos perdidos, diagnósticos devastadores y un médico que le sugirió rendirse. Pero el destino le tenía otra sorpresa, Alejandra, su hija que creció sana hasta que una enfermedad silenciosa, la diabetes tipo 1, le arrebató la vida de un día para otro. Eveline, impotente ante el desenlace, solo pudo acompañarla en sus últimos momentos.

El último golpe llegó con Mateo. Un año después de perder a Alejandra, notó síntomas preocupantes en su hijo mayor. La confirmación fue devastadora: cáncer avanzado. En siete meses, la enfermedad venció su resistencia y dejó a Eveline con otro hijo menos, pero con el mismo amor intacto. Tres despedidas, tres duelos que pudieron hundirla, pero en cambio, la empujaron a reconstruirse.

Eveline decidió no vivir con el dolor, sino rediseñarlo. “Prefiero haberlos tenido y no quedarme llorando por el tiempo que no fue”, afirma. Su historia no es solo la de una madre rota por la tragedia, sino la de una mujer que convirtió la memoria en un refugio y la gratitud en su fortaleza. Porque al final, los que se van siguen vivos en el recuerdo de quienes los amaron.