Álvaro Leyva, excanciller y mano derecha de Petro, no es cualquier figura; es un personaje que, por su experiencia y edad, podemos decir que está sobre el bien y el mal. Ha estado ahí, cerca del poder, observando desde adentro. Y cuando habla, no es para tirar chismes, sino para decir lo que vio: Petro es un adicto. No será médico, pero con tantos años acompañándolo, algo olió. Y no era precisamente el café del palacio. De hecho, a veces parece que está más en las nubes que en el suelo.
Ahora, la oposición se desgañita: que si el término “drogadicto” no es correcto, que si no hay que moralizar. La congresista Sandra Borda, siempre tan generosa con sus palabras, nos recuerda que no es lo mismo el consumo recreacional que la adicción. Pero, claro, a Sandra le gusta el análisis académico. Mientras tanto, el país se desintegra y Petro sigue en las nubes, no tanto por las ideas, sino por el delirio.
Es cierto: Petro ha dicho que es “adicto al amor”. Un bonito eufemismo para un hombre que parece necesitar más que eso. Hablemos claro: Petro es adicto a la alucinación. Adicto al sueño de poder que no conecta con la realidad. El hombre que habla de trenes invisibles y reformas fantasma, mientras el país se ahoga. Aquí no estamos ante un presidente, sino ante un personaje de Gabriel García Márquez.
Y hablando de García Márquez, si alguien quiere entender a Petro, no hay que leer teoría política: hay que leer Cien años de soledad. Petro es el Comandante Aureliano Buendía, viviendo en su propio Macondo, gobernando no desde el poder, sino desde la niebla de sus propios delirios. El mismo que, entre tuits y discursos, olvida que el país no es un país mágico, sino una tragedia diaria para millones.
Volvió el perico de moda. No en el sentido de que es una moda política, sino porque Petro mismo es el retrato de un drogadicto que, en vez de tomar control, toma más delirio. Lo dijo Leyva, lo vio, lo sabía. No hace falta un diagnóstico médico; lo que necesitamos son líderes con los pies en la tierra, no a un comandante perdido en las nubes.
Y lo peor: mientras Petro sueña con trenes que nunca llegarán, el país se descarrila. Pero, claro, todo tiene su magia: la magia del delirio de un presidente que no sabe gobernar porque no sabe en qué mundo está.