Indonesia vive una de sus peores crisis sociales en años tras el anuncio de un aumento salarial del 33% para los 580 legisladores, que ahora ganarán cerca de 14.000 dólares mensuales. La noticia, difundida el lunes 25 de agosto, desató una ola de indignación que rápidamente se convirtió en violencia: edificios gubernamentales incendiados, saqueos, ataques a comisarías y al menos tres muertos en Makassar, donde manifestantes lanzaron cócteles molotov contra una sede oficial. El presidente Prabowo Subianto canceló un viaje a China para atender la emergencia, mientras las protestas se expanden por todo el país.
La furia ciudadana se alimenta del contraste brutal entre los ingresos de los diputados y los salarios de millones de indonesios que apenas ganan el 3% de esa cifra. En Yakarta, la turba saqueó la casa del legislador Ahmad Sahroni, quien había llamado “estúpidos” a quienes pedían disolver el Parlamento. La respuesta fue contundente: se llevaron hasta los zapatos. Las redes sociales amplificaron el descontento, convirtiendo la indignación en acción callejera. La policía advierte sobre una escalada anárquica que podría derivar en cargos penales masivos.
Si algo así ocurriera en Colombia, donde los congresistas ganan más de 35 millones de pesos mensuales y muchos ni siquiera asisten a las sesiones, el estallido social podría ser igual o peor. En un país donde el mototaxismo, el rebusque y la economía informal sostienen a millones, un aumento injustificado sería. ¿Cuánto más aguantaría el pueblo? ¿Cuántas veces más se puede insultar la dignidad de quienes trabajan sin garantías?.
Este episodio en Indonesia no solo revela el abismo entre clase política y ciudadanía, sino que plantea una pregunta incómoda para América Latina: ¿cuánto cuesta la paciencia de un pueblo que ve cómo sus representantes se enriquecen mientras ellos sobreviven?.