La muerte de Miguel Uribe Turbay, senador y precandidato presidencial, a manos de un joven de 15 años, reabre una herida profunda en la historia política de Colombia: la participación de menores de edad en magnicidios. No es la primera vez. En 1990, Bernardo Jaramillo Ossa, líder de la Unión Patriótica, fue asesinado por Andrés Arturo Gutiérrez Maya, un sicario de apenas 16 años, reclutado en Medellín por redes criminales vinculadas al narcotráfico.
Un mes después, el 26 de abril de 1990, Carlos Pizarro León Gómez, excomandante del M-19 y candidato presidencial, fue asesinado en pleno vuelo por Germán Gutiérrez Uribe, alias “Yerry”, un joven de 20 años que había sido entrenado para ejecutar la operación suicida con una ametralladora escondida en el baño del avión. Ambos crímenes fueron declarados de lesa humanidad y marcaron el cierre de una década sangrienta en la política colombiana.
La historia se repite ahora con Uribe Turbay, quien fue atacado el 7 de junio de 2025 en Bogotá por un adolescente que se infiltró en su evento de campaña. El joven, huérfano y con antecedentes de vulnerabilidad social, disparó tres veces contra el senador, quien falleció tras más de dos meses en cuidados intensivos. “Lo que queda es el duelo y seguir adelante”, escribió el presidente Gustavo Petro, en un mensaje que ha generado controversia por su tono reflexivo más que condenatorio.
Estos casos revelan una constante: el uso de menores como instrumentos de violencia política. Reclutados por mafias, adoctrinados por el odio y empujados por la pobreza, estos jóvenes han sido protagonistas involuntarios de los momentos más oscuros de la democracia colombiana. Hoy, el país enfrenta el reto de proteger no solo a sus líderes, sino también a sus niños, para que nunca más sean usados como armas humanas.