En su reciente visita a Bahía Solano, Chocó, el presidente Gustavo Petro inauguró la ampliación del aeródromo José Celestino Mutis, una obra de más de 78.000 millones de pesos que promete mejorar la conectividad aérea y dinamizar el turismo ecológico en el Pacífico colombiano. El anuncio fue recibido con entusiasmo por comunidades históricamente olvidadas, que ven en esta inversión una oportunidad para el desarrollo territorial y el acceso digno a servicios esenciales.
Sin embargo, el tono del mandatario volvió a encender el debate nacional. En medio de arengas de “reelección” por parte de algunos asistentes, Petro respondió con frases como “Ni fuera para el proyecto de la Vida, quieren que entren los espectros de la muerte”. Aunque el presidente insiste en que su proyecto busca la paz y la democracia, sus palabras cargadas de metáforas bélicas y descalificaciones contrastan con su llamado a dejar atrás el odio, generando inquietud sobre el impacto emocional y político de sus alocuciones.
La polarización se agudiza cuando, en lugar de tender puentes, el jefe de Estado lanza pullas a opositores, medios de comunicación y gobernadores, como ocurrió recientemente con la mandataria del Meta, quien expresó que el lenguaje presidencial pone en riesgo su vida y la de otros líderes regionales. En un país marcado por el dolor del magnicidio de Miguel Uribe Turbay, el discurso presidencial debería ser un bálsamo, no una chispa que avive la confrontación.
Mientras las obras avanzan y los territorios celebran los logros, el país necesita más que cemento y conectividad: requiere una narrativa que una, que dignifique y que no convierta cada intervención oficial en un campo de batalla verbal. La reconciliación empieza por el lenguaje, y el lenguaje presidencial tiene el poder y la responsabilidad de sanar o herir.