Botas vacías: el símbolo que sigue marcando el dolor de Colombia

Columna de opinión por: Luisa Fernanda Guerra

Un par de botas, un símbolo y un acto de desprecio. El reciente video del representante a la Cámara Miguel Polo Polo arrojando a la basura varias botas, que formaban parte de una instalación artística en homenaje a las víctimas de los falsos positivos, no es simplemente un acto de desacuerdo, sino una profunda carencia moral en nuestra sociedad, alimentada por el despotismo político. Este gesto vil reabre una herida colectiva que aún supura, y muestra que aún no hemos aprendido nada del dolor de la guerra. Seguimos fallando en entender la tolerancia, el respeto y la necesidad de establecer límites a la opinión. En términos de sensibilidad y empatía, la polarización destructiva nos mantiene atrapados en una narrativa donde el sufrimiento ajeno se minimiza o se ignora, sacrificándolo en el altar del debate político. Esto es despotismo político en su forma más cruda: un paisaje moral donde derechos y libertades se esgrimen sin el menor asomo de ética.

Durante la plenaria del Congreso, Polo Polo, con desconcertante insensibilidad, dijo: “Muéstrenme la lista”. Pero las listas sí existen, los nombres tienen rostro, y las cifras tienen madres que llevan años exigiendo justicia. Un informe de la Comisión de la Verdad, titulado Hallazgos y Recomendaciones, expone con gravedad la complicidad de agentes encargados de impartir justicia, quienes no solo colaboraron con los grupos paramilitares, sino que también participaron activamente en la legalización de cadáveres. Según este informe, hubo miembros de la Fiscalía y el CTI involucrados en la manipulación de pruebas, el falseamiento de pruebas de identificación y la creación de un sistema de impunidad que permitió que las ejecuciones extrajudiciales continuaran, sumando al menos 6.402 víctimas entre el periodo de 2002 y 2008.

Estos jóvenes no eran guerrilleros ni combatientes; Eran personas de escasos recursos, atraídas por promesas de trabajo y mejores oportunidades. Sus muertes no fueron accidentes ni excesos aislados; Fueron producto de un sistema corrupto, alimentado por incentivos perversos y un desprecio absoluto por la vida.

Las ejecuciones extrajudiciales, conocidas como falsos positivos, forman parte de un capítulo oscuro en la historia reciente de Colombia, marcado no solo por la violencia directa de las fuerzas armadas y paramilitares, sino también por un aparato institucional que permitió la impunidad y la perpetuación de crímenes de lesa humanidad. Este fenómeno no fue aislado ni incidental. Se inserta en un contexto más amplio de masacres, desapariciones forzadas y desplazamientos, donde el Estado, en muchas ocasiones, mostró una indiferencia que rosa con la complicidad. La denuncia de los falsos positivos se une a otras tragedias que marcaron las décadas recientes, como las masacres de Mapiripán, La Rochela y Trujillo, donde miles de colombianos fueron víctimas de la violencia sistemática, tanto de actores ilegales como de agentes del propio Estado.

En Soacha, un municipio cercano a Bogotá, la historia particular de 19 jóvenes que salieron una mañana en búsqueda de trabajo son el rostro del dolor de miles que quedaron sepultados en fosas comunes, considerados como NN. Los testimonios de Eduardo y Daniel son solo algunos de esos 19 horrores. Eduardo quien desapareció una mañana, dejando a su madre, Ana Páez, atrapada en un angustioso recorrido por estaciones de policía y oficinas gubernamentales que jamás brindaron respuestas. Daniel, hijo de Gloria Martínez, partió convencido de que la oferta de trabajo que le habían prometido aliviaría las dificultades económicas de su familia. Sin embargo, días después, solo quedaron sus últimas palabras en una llamada desgarradora: «Cuida a mi mamá y dile que no podré cumplir mi promesa».

Así fue como, en medio de la desesperación y la resistencia ante la injusticia, nació la organización Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá. Ante la impotencia de ver cómo las autoridades no ofrecían respuestas claras sobre las desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, un grupo de mujeres decidió unirse para visibilizar su dolor y exigir justicia.

Al principio, estas mujeres se encontraron solas en su sufrimiento, enfrentando no solo la pérdida de sus hijos, sino también la desconfianza de una sociedad que las estigmatizaba, minimizando el dolor que vivían. Sin embargo, la indignación y la necesidad de respuestas las impulsaron a organizarse. Se reunieron, compartieron sus historias y buscaron fuerzas en el dolor colectivo, lo cual se convirtió en una forma clara de resistencia contra la indiferencia del Estado. Así, 16 madres se unieron para denunciar la inocencia de sus hijos y exigir que el Estado asumiera su responsabilidad.

El dolor se transformó en acción. La rutina de estas mujeres cambió por completo: ya no solo lidiaban con la tragedia de la pérdida, sino que se convirtió en activistas, en voces luchadoras por la verdad. Acompañarse mutuamente, escucharse y ayudarse se convirtió en un acto esencial para sobrellevar la carga emocional y continuar en la búsqueda de justicia. La organización se convirtió en un refugio, un espacio donde la solidaridad y la esperanza crecieron en medio de la oscuridad. Esta respuesta se erige como un desafío frente al vacío dejado por un sistema judicial y político que las había abandonado.

Sin embargo, este contexto parece ser ignorado o minimizado por quienes tienen el poder de transformar la narrativa. El acto de Polo Polo no es solo un insulto a la memoria de las víctimas; es un síntoma de una sociedad que aún no ha enfrentado sus propias sombras. Su acción trasciende lo simbólico para recordarnos que en Colombia la memoria es frágil, y el dolor, muchas veces, invisible. Rodrigo Uprimny, en su columna «Los falsos positivos, la JEP y Uribe», ha señalado que el número de falsos positivos supera incluso a los crímenes cometidos durante la dictadura de Pinochet. Este dato no solo resalta la magnitud de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado colombiano, sino que también pone de relieve la violencia estructural y sistemática que definió la guerra interna del país, un conflicto que sigue siendo invisibilizado.

En un país donde las botas vacías de las víctimas deben servir como un llamado a la reflexión y al compromiso, terminarán siendo tratadas como basura. Por eso, este no es solo un llamado a recordar, es un clamor por aprender, por transformar el dolor en una lección que nos permita trazar un camino ético como sociedad. Porque el verdadero homenaje a las víctimas no está en las palabras vacías, sino en garantizar que nunca más se repitan estos horrores. Al final, esas botas vacías no son simples objetos. Son el eco de una historia que exige ser contada, el peso de una verdad que no podemos ignorar, y la oportunidad, aún latente, de construir un país donde la dignidad humana no sea solo una idea abstracta, sino una práctica diaria.

La importancia de las víctimas radica en su capacidad para enseñarnos la fragilidad de la vida humana y la necesidad de crear un entorno donde los derechos humanos sean defendidos sin distinción. Cada víctima de falsos positivos es un recordatorio de la responsabilidad colectiva de un Estado que debe proteger la vida y la justicia. Los derechos humanos no solo implican el reconocimiento de los derechos civiles y políticos, sino también la reparación de los daños causados, la garantía de no repetición y la memoria como base de una sociedad más equitativa. Solo cuando se reconozca y valore cada una de estas vidas como digna, Colombia podrá avanzar hacia la sanación real y el fortalecimiento de su democracia.