Los areneros del Sinú

Los areneros del Sinú

La fila de hombres que emergían de las aguas del río era interminable.

Por: Ubaldo Manuel Díaz
          Por: Ubaldo Manuel Díaz

 

Avanzaban silenciosos a lo largo de la playa llena de candentes guijarros. Caminaban jadeantes, uno tras otro, a paso lento sin ningún aspaviento, se detienen a vaciar sus baldes sobre la faraónica pirámide de arena que sobresale por encima de dos embarcaciones pintadas con colores primarios: “la niña y la Santamaría”. En unas tablas tendidas sobre rusticas estacas con un brazo tapándose el rostro permanece Pedro, lleva puesta una camisa amarillenta que en otro tiempo debió ser blanca, que hace juego con el descolorido pantalón de una reconocida empresa estatal. Las viejas y remendadas abarcas le dan una apariencia de penitente. Desde hace dos días observa trabajar a sus compañeros mientras su cuerpo arde en fiebre.

El  ronroneo lejano del ritmo de una “champeta” parecido al mugido de un cerdo envalentonado interrumpe el silencio de la tarde. Un grupo de hombres descansan y hablan animadamente debajo de un kiosco de zinc perforado por el óxido. A su lado, otra cuadrilla juega una partida de dominó sobre una mesa coja, la animada conversación se interrumpe ante la presencia de una fornida mujer de traje escandaloso, con un maquillaje barato en sus mejillas, la acompaña una joven silenciosa de mejillas rosáceas que siempre mira al piso.

Uno de ellos, para el juego y la escruta con la mirada de arriba abajo. Ella indiferente mira hacia otro lado. Un silencio rotundo se apodera del ambiente. Sin apartar la concentración de la ficha, uno de ellos susurra: – ¡llegó la DIAN!-   No hay que hacer ningún esfuerzo para adivinar el oficio de celestina de la recién llegada.  Celestina hace un gesto con la mano y llama a uno de los hombres a un lugar aparte; hablan, cotorrean, gesticulan en voz baja. Finalmente el hombre manotea y se aleja.

La mujer masculla una palabra de grueso calibre, lo amenaza. El hombre le da la espalda, enciende un cigarrillo y se aleja a grandes zancadas; cruza la polvorienta avenida transitada  de lado a lado  por un collage de motos, ciclas y carros. Llega a una caseta de apuestas a probar suerte, una mujer regordeta con nariz de hechicera que manipula una pequeña maquina parecida a un datafono lo atiende sin mirar. El hombre sigue fumando y observa salir del aparato interminables papeles blancos.  Recibiéndolos con indiferencia, los introduce al bolsillo. Echa su última mirada hacía el rio que corre silencioso.  En la distancia, se escucha una salsa de Richy Rey que ha desplazado el ruido de la champeta.

Sacar arena del rio Sinú viven muchas familias/Foto Antonio Florez
                      Sacar arena del rio Sinú viven muchas familias/Foto Antonio Florez

Desde hace más de 80 años se levantan a las dos de la madrugada. Por el trabajo que hacen, se podría pensar que buscan un metal precioso: Oro, plata, cobre. No. Solo la arena que arrastra el río sinú. Ayer acompañé a Carlos a su casa, arenero desde hace diez años. En su humilde aposento de bahareque y tabla, hay una salita lúgubre donde sobresale una mesa forrada de hule. Al final del pasillo un perro adormilado lanza dentelladas a unas moscas que lo molestan. En la pared cuelga un crucifijo negruzco y doliente parecido al de la pintura de Goya. Más abajo un arrume de cachivaches completan el cuadro: una vieja atarraya, una pala y la infaltable herramienta de trabajo de estos hombres: el magullado galón.

Esa madrugada nos levantó su compañero de oficio con un tenue silbido de bruja. Luego de tomarnos un ardiente café negro, el reloj marcaba las 2 y 30. Afuera  en un firmamento negro titilaban algunas estrellas. La media luna parecida a un cuerno dorado se asomaba tímidamente en la aurora, a esa hora todo era más tranquilo, las calles desiertas, los carniceros con sus mandiles manchados de  color purpura, los borrachos saliendo de los prostíbulos.  En la orilla del río una canoa esperaba a Carlos y a su socio. Los vi alejarse como fantasmas en ese horizonte negro y suave. Había en estos hombres algo misterioso, ancestral, que guardan como un tesoro.  Se han tomado muy a pecho aquella frase célebre del Inca: Pobrecito del Perú si se descubre el Sinú…   no sin antes tener la certeza si hoy sacaran los cinco metros de arena que se colocaron como tarea.

                             Ismael, lleva 27 años sacando arena al rio Sinú/foto Antonio Florez

Ismael, nombre bíblico derivado del desliz amoroso entre Abraham y una esclava árabe, hacía gala del hombre de 50 años que esta frente a mí, sentado en un pequeño desierto de arena, su rostro y cuerpo tostado por el sol semeja un turista mediterráneo, con una anatomía musculosa y articulada parecido a un muñeco chino, me saluda y siento sus  manos callosas. Es arenero hace 27 años. “estos hombres tienen pulmón de hierro, son capaces de sumergir diez metros, cinco bajando y cinco subiendo, con un promedio de inmersión de más de un minuto” recalca Ismael. En el fondo del agua, con una rodilla doblada llenan el balde y con la otra lo sostienen. Es todo un arte. Sentencia este hombre curtido por el sol y la arena. “cada metro de arena equivalen a unos 40 o 45 baldes. En cada viaje traen a la playa cuatro o  cinco metros”. Con una elemental matemática me dice el viejo. “Cada viaje son más de 200 sumergidas”.

Nuestro dialogo es interrumpido por el  griterío de una horda de hombres y mujeres que corren  detrás de un ratero que acaba de hurtar algo en los polvorientos kioscos de la avenida. Ismael sonríe, esperando encontrar en mi algún gesto. Su tenue sonrisa es acompañada por la de su hijo, un cachorro enjuto, taciturno, que desde hace una hora seguía el curso nuestra conversación, no articulaba palabra alguna, ahora esboza una tímida sonrisa  que deja ver un reluciente diente forrado en platino. El concierto de las cientos de palas que llenaban los destartalados volcos o volteos es impresionante.

El impulso de navegación de estos ribereños, inspirado en los Esenios, los vikingos, o Ulises de Ítaca.  Con ese olfato de explorar los ríos que viene de los conquistadores. El rio más que un medio de navegación y subsistencia para ellos es signo de vida, de veneración, la cosmología Zenú lo confirma.

Carlos Fabra y José Cuadros,pioneros en sacarle arena al rio Sinú

“El trabajo de los areneros comenzó hace más de 80 años por iniciativa de Carlos Fabra y José Cuadros” – ambos fallecidos-  Las embarcaciones de esa época eran  artesanales, hechas con balsas. En la playa esperaban diez burros que cargaban la arena a su destino final”.  Un planchón lleno de personas cruza lentamente el río sinú, por los almendros polvorientos y las mesas llenas de frutas, compruebo que estoy en puerto “platanito” por la cantidad de gajos de bananos, desechos que quedaron de las importaciones de la tristemente celebre chiquita Brans. Algunos  areneros dicen que este sitio se llama  puerto hospital.

 

Una canoa imponente que divide el agua como un cuchillo, arriba lentamente al puerto cargada de arena. Es la pinta.

Los areneros del sinú son más de 2000 hombres desperdigados a lo largo de la ribera, provenientes de los estratos bajos de la ciudad. En la actualidad algunos están asociados a ASOMAN – Asociación de areneros  y material de arrastre de montería-

En este oficio hay una larga cadena. Están los que la sacan del río, a esos les pagan el metro a 13.500 pesos. Luego están los paleros que la descargan de la canoa, y finalmente se encuentran los que la palean a los volcos. “cuando yo inicié como arenero me pagaban el metro a ocho pesos” interrumpió Bernardo Genes, un octogenario,  que a lo mejor no entiende de lo que se habla porque ha perdido el oído en este oficio hace 50 años. Un hombre moreno y musculoso al que sus amigos le apodan con acierto el burro, le grita al oído al anciano Genes preguntándole por el tiempo de su oficio. Este se aturde por la voz de trueno y solo alcanza a mostrar la palma de su mano con sus cinco dedos de rana.

Según Ismael, la mayoría de estos hombres carecen de  seguridad social, no tienen seguro médico que los ampare. Lo que más les afecta son los hogos y las rasquiñas. Hoy se encuentran enfrascados en un rifirrafe con la alcaldía de montería, porque el puerto está dentro de la licitación de una mega obra llamada la ronda del Sinú. Le  exigen a la administración municipal que no los saquen a las patadas e indemnicen.

Me acerco a pedro que se ha incorporado un poco y le pregunto  porque no va al médico.  Esquiva mi mirada y la fija en la distancia, sobre la celestina que ha entrado al juego y animadamente habla con un grupo de hombres, la joven ya no la acompaña. Con cierta ironía me dice: – ¿para qué? para que me receten lo mismo de siempre: ibuprofeno y diclofenaco.

Ismael Osorio es portavoz de sus compañeros,  le piden al gobierno que no los olvide, me dice algo que me puso a pensar:” Estamos condenados a la soledad y al abandono,  faltan veinte para que sean cien años de soledad y olvido”. Parece muy curioso que en esos dos días que estuve con los areneros del sinú, no vi a ningún político haciendo campaña en medio de ellos. Probablemente por lo auténtico y honrado que tiene el ejercer este oficio.

Acabo de ver a Carlos y su compañero que arriban en su canoa, por la sonrisa en el rostro quemado por el sol, intuyo que si cumplieron con la tarea del día de hoy.