Hugo Armando Díaz y su vocación celestial

Hugo Armando Díaz y su vocación celestial

Por Orlando García Páez

Sentado en las bancas de la iglesia central de Chinú, Córdoba, junto a su madre, siempre estaba Hugo Armando Díaz Álvarez.

Miraba fijamente el grupo del coro, que con sus hermosas melodías hacía revolver sus emociones y le generaba un inmenso amor por la música. «Algún día quiero ser como ellos», pensó.

Aquel domingo cualquiera se acercó al director del coro de la iglesia del pueblo y le dijo que quería unirse a ellos. Con un tono vibrante, causado más por el miedo que por el talento, cantó. Esa fue su primera oportunidad para iniciar una carrera que lo ha convertido en el director del coro de la Catedral San Jerónimo de Montería.

Poco a poco, le permitían cantar en algunas ceremonias y eso era suficiente para sentirse feliz porque la música era su máxima razón para vivir.

También despertó una pasión por el piano. Para él ese instrumento es su musa de inspiración. Siempre recuerda la gran oportunidad que tuvo de dar clases con el fallecido músico Dionisio Tiburcio Romero Garcés, un gran impulsor de la música coral en Montería y su más admirado maestro.

Desde el coro de la universidad

En el año 2001, en la misa de posesión del obispo Julio Cesar Vidal Ortiz, en la Catedral de Montería, no hizo cosa distinta a observar con mucha cautela el coro. Era un grupo numeroso, conformado aproximadamente por 30 o 35 personas. Sus ojos tenían un brillo profundo que denotaba en su rostro plenitud, esa plenitud que sintió justo cuando comenzó el director a guiar las voces.

La comparó con una pieza de Mozart y sintió un profundo deseo de estudiar música. Y así lo hizo. Primero se graduó como técnico en un instituto de la Costa, luego decidió profundizar sus conocimientos y se fue a Bogotá a realizar la carrera profesional en la Universidad Pedagógica Nacional.

Su vida no ha sido fácil. Le tocaba alternar sus estudios con el trabajo para poder subsistir en la fría capital de la República. Sin embargo, su labor le generaba más placer que dinero, pues empezó a formar parte del coro de la universidad.

Había pasado poco tiempo cuando comenzó a dirigir su propio coro que se llamaba Compacto. Tenía aproximadamente 18 personas a su disposición con las cuales viajó a distintos lugares de Colombia y Argentina.

Tocando distintos géneros musicales decidió volver a su tierra natal. Una vez en Chinú comenzó a luchar por esos proyectos que tanto tenía en mente y por los cuales se había preparado.

Hizo una convocatoria en la iglesia central para ver quién quería integrar el coro. Fue tal el número de inscritos, 35 en total, que le tocó formar dos grupos, uno para niños y otro para adultos.

Con permiso de los Ángeles

Una vez cumplido ese sueño viajó a Montería. Hizo contacto con un sacerdote para que le permitiera formar y dirigir su propio grupo, el cual hasta el día de hoy ha sido su mayor reto.

Son 50 personas que se funden bajo el movimiento de su batuta, que tienen la misma pasión de Hugo por la música, que tienen permiso de los ángeles para cantar y que transportan a los feligreses a ese mundo de fe donde todo es posible.

Lentamente camina hacia el altar, se coloca frente a los músicos, toma una postura recta, alza la cabeza y cierra los ojos. Sus brazos suben lentamente y después lo hacen con más fuerza. Con cada movimiento las voces se armonizan, se fusionan y se apoderan del ser.

Abre los ojos y allí están todos absortos. La música ha hecho que la cercanía con Dios, en ese lugar sagrado, sea aún más estrecha. Las voces se van disipando hasta convertirse en un simple susurro que inspira paz y amor.

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